ESPEJOS
Hay algo de hipnótico en la mirada de la gente que sabe algo que tu no sabes. Algo sucio. Sigo sin saber qué es. Es una sensación de inferioridad reconfortante, como sedante y es que al fin y al cabo nos gusta no tener que saberlo todo. Imagina saberlo todo. Lo que tu padre dice cuando ya no oyes ni sientes, lo que comparte bajo la luz paliducha de la cocina con tu madre, una conversación de silencios hirientes, lo que tus amigos susurran cuando ya no estás, unos cuchicheos afilados como cuchillos, lo que supura tu pareja cada vez que te abraza, todas aquellas cosas que uno dice querer saber hasta que las sabe. Todos nos creemos con potestad para saberlo todo.
Las historias, todas, están repletas de silencios, de elipsis que son como puentes, puentes que tejen heridas, que evitan caídas sin retorno. Las relaciones están llenas de heridas sin verbalizar. Somos un poco tramposos, nuestra existencia está basada en un autoengaño prolongado en el tiempo, estirado de forma violenta. Nunca somos nosotros mismos porque no hay un “yo” al que podamos referirnos como tal. Nuestro yo, el verdadero, es demasiado débil, resbaladizo, hiriente. Está hecho de silencios, de palabras que no se dicen, que se callan, que se engullen. Si lo supiéramos todo, si nos viésemos en el Espejo, no podríamos. Vivir es engañarnos.
No hay mentira más gorda que la de decir que queremos saberlo todo cuando, en realidad, sería nuestra perdición. Aceptemos la ignorancia como el mejor de los regalos. Cada día estoy más contento de ser un rematado ignorante.