Hay algo tremendamente injusto, por decirlo de alguna forma, en el mundo del fútbol. Uno es siempre lo que otros imaginan/imponen, jamás lo que realmente es. El debut del insultantemente joven Ansu Fati ya ha provocado que todos (sí, todos) empecemos a tejer su futuro en base a nuestras expectativas. Un egoísmo plural y extendido como un virus que solo busca complacer nuestras expectativas, jamás comprender y/o entender al futbolista, en este caso al chaval que aún en edad de ir al instituto ha irrumpido con una fuerza vigorosa, jugando, solo jugando. Porque aún está en edad de jugar.
A grosso modo, las expectativas son el cáncer del futbolista. Lo peor es que es imposible huir de ellas. No se puede. Están en el aire, en el verde, aposentados con indulgencia en cada rincón del cerebro del aficionado y, por supuesto, del periodista medio. En cierta medida las expectativas son como una especie de virus congénito que ataca al futbolista antes que sea futbolista, ya lo incuba. Por eso, mirando con cierto recelo cariñoso el ascenso meteórico de Fati no puedo sino apenarme por el bisoño futbolista. Soy un tuercebotas y un aguafiestas, lo sé, pero el futuro de Fati ya no le pertenece, quizás nunca lo hizo. Ahora es nuestro. Su condena es llegar a ser lo que nuestro cerebro desquiciado ya ha imaginado. Así funciona esto.
Qué fácil es enamorarse. Y el espejismo de que todo va a prolongarse tal y como lo habíamos planeado termina pronto, muy pronto. El primer empate, la primera derrota o el primer mal pase y todo lo que era maravilloso deja de serlo. El mundo de lo mediocre nos inunda en un segundo. Que se lo digan a Vinícius, que robó el corazón al madridismo para, pocos meses después, se le cuestionen todos sus gestos, se le vean todos sus males. Fati, aún un retoño, tiene la difícil misión de continuar haciendo sonreír al público que más rápido deja de hacerlo.
Las expectativas alimentan y matan con la misma soltura. Cuando era pequeño, y no tan pequeño, siempre me decían que yo tenía X potencial. Que debía llegar a él. Ellos lo veían. Alimentaban mis esperanzas pero me condenaban a un futuro delimitado, finito. Debía ser aquello. Ellos lo veían. Barrer las expectativas es mñas fácil cuando solo luchas contra tus padres y un par de profes que se molestan en seguir tu ciclo escolar. Es más chungo cuando los mass media ya han vertido el veredicto como un magma venenoso y demencialmente complaciente. Porque sentir que sabes cuál es el potencial de un jugador te hace sentir poderoso. Y mola.
Si hiciéramos una lista de los jugadores a los que hemos matado… Las expectativas también son el mal de la rutina, pero a la vez las necesitamos para levantarnos cada lunes. “Esta semana va a ser la ostia” nos decimos sin que se nos caiga la cara de vergüenza cada domingo por la noche (que, por cierto, el domingo por la noche es incluso peor que el lunes, poco se comenta) antes de la defunción del lunes. Las expectativas son un narcótico indispensable. Pero el egoísmo con que las aplicamos a los otros es peligrosa.
Son pocos los que vencen las expectativas, muchos los que las superan porque no había ninguna puesta en ellos. No tener expectativas no es sinónimo de tener menos presión. De hecho yo, que no tengo ninguna, la siento en mi pecho cada día. Cosas que pasan. El fútbol no sería fútbol sin que nosotros pusiéramos precio, futuro y condena a los futbolistas. Sería otra cosa, un deporte plomizo y pasable, pero no sería la droga que es. Porque no tendríamos el control. Y no hay nada peor que pensar que solo tenemos control sobre nosotros mismos, aunque ni eso controlemos.