Los Defensores de la Intensidad
Salvador Dalí era un niño prodigio, un pintor absolutamente demencial en lo técnico. Cuentan que su padre era un acérrimo Defensor de la Intensidad. Un fanático. Odiaba profundamente a su hijo porque tenía un trazo demasiado estético, no le echaba huevos, no gritaba mientras pintaba, no sudaba la gota gorda ni lanzaba el pincel arriba y abajo como un poseso. Joder, pintaba con tranquilidad, su público nunca lo entendería, decía su padre, le iban a defenestrar. Los Defensores de la Intensidad están en todas partes y a todas horas; escapad de ellos, os lo pido por favor.
El fútbol siempre ha estado empapado de un amor incondicional a todo aquello que tenga una reminiscencia varonil, si puede ser testicular, mejor. Huevos, cojones, pelotas todas y cada una de ellas llevan a lo inevitable; la Intensidad como objetivo final. Los Defensores de la Intensidad son aquellos que lo analizan todo partiendo desde la intensidad, y con la Intensidad como único fin. Son una plaga, una secta que farfulla en voz ya no tan baja y dictan sus sentencias con un “si es que no están intensos, no le han puesto huevos, no c-o-r-r-e-n.
Es cíclico y nunca engaña. El otro día el Atlético de Madrid goleó al Real Madrid en un partido veraniego, repleto de todo aquello que vuelve al fútbol algo anticompetitivo, pero apetecible, un bombón cargadísimo, antidigestivo. Los análisis de los Defensores de la Intensidad no tardaron en salir. El Real Madrid necesita jugadores intensos, Kroos no corre, Marcelo sufre obesidad mórbida, Isco cada día gana más masa y se encoje más, a Hazard lo cambiaron en Aduanas y Benzema pues, oye, qué bien juega, pero da igual. Queremos a Mariano, que corre más. Los mismos que en su día idolatraron a Lucas Vázquez y ahora no saben dónde ponerse ni esconderse, estos son los Defensores. El talento les da asco.
El fútbol, dirán, se juega corriendo, sin tregua. Ignoraran que ÉL, con su barba pretoriana, su mirada cada vez más irada y su zurda terriblemente buena, juega andando. Con un caminar a veces insultante, despreocupado, terriblemente conciliador con quiénes, al otro lado de la pantalla, nos sentimos reconfortados sabiendo que podemos hacer lo que él hace, por lo menos caminar. Camina por el pasto verde como un pastor veterano, conocedor de todos los trucos que pueden salir del campo. Mira, analiza, se coloca, saca ventaja del correr de los diezmados, su Intensidad es su perdición. Con Messi no vale correr, vale esperar. Luego, cuando pierde, todos a sacar estadísticas de los kilómetros que ha corrido, como si fuera atletismo, una oda a la velocidad y al sacrificio. Y no digo que no se deba correr, pero por suerte en esto que llamamos fútbol y que decimos todos que tanto nos gusta, no es la prioridad.
Es como un mal endémico y paulatino, pues su efecto no es inmediato , sino correoso y lento. En Can Barça sabemos mucho, y tanto. Tras vivir la mejor época del club, y probablemente la mejor de la historia de cualquier club, los Guardianes del Estilo fueron cambiando sus ropas por otras de tinte pragmático y un tanto cholizadas. Donde Xavi, Busquets e Iniesta dominaron sin tregua gracias al pragmatismo del talento, otros, en su ausencia o en su ocaso, empezaron a vislumbrar que lo que allí pasaba no era otra cosa que… va, es fácil, pensad. Sí, amigos. La Intensidad. No corrían, “¡Nos pasan por encima!” gritaban en el Camp Nou. El fútbol ya no nos importa. Solo defender lo que llevamos escrito desde casa, en un papel cada vez más amarillento, pues cambiar de opinión no está bien visto. El fútbol es infinito, la estupidez también.