ODIAR A KOBE BRYANT

Albert Blaya Sensat
3 min readJan 27, 2020

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No hay imagen que ejemplifique más la magnitud y grandeza de Kobe Bryant que los dos tiros libres que anotó tras romperse el tendón de aquiles. Cojeando, mirada congelada, corazón en un puño consciente de la devastadora noticia. Una lesión que alejaría a Kobe de su mejor nivel. Ya no volvería. Aun así, con el tendíon desgarrado, anotó. Porque anotar es lo único que conocía. El baloncesto no era un deporte, sino una obsesión a la que dedicó toda su vida y a la que le dio lo mejor (y lo peor) que tenía. Hablar de Kobe en pasado es algo extraño, jodidamente antinatural. Conjugarlo como si, de repente, ya solo fuese un recuerdo. El mundo del baloncesto y todos los que hemos crecido viéndolo anotar de forma compulsiva nos negamos a perderlo.

De Kobe Bryant se han escrito muchísimas cosas. Demasiadas. Sus anécdotas, que seguro que irán saliendo a la luz, son infinitas. Su liderazgo, su carisma, su afán por ganar y solo ganar, sus entrenamientos hasta la extenuación física y mental. La repetición como forma de crecimiento. Es por esto que, en días como hoy, conviene hacerse a Kobe un poco nuestro. Un poco mío. Encontrar el significado en lo que Bryant nos enseñó.

Cuando era pequeño siempre fui, y aun sigo siendo, de Lebron James. Lebron vs Kobe es con lo que crecí a pesar de que jamás se viesen las caras en unas finales. El destino nos privó de algo que tenía que darse alguna vez. Odiaba a Kobe Bryant. De tan competidor que era, daba rabia. ¿Es que nunca se relaja? ¿No va a querer dejar de ganar alguna vez, tomarse algo menos en serio? De tan competidor, no parecía humano. Crecí viéndole anotar, crecí viéndole ganar dos anillos junto a Pau Gasol, crecí viéndolo en el Palau en un partido del que recuerdo poco o nada excepto ver a Kobe, que ya hace una década tenía un aura de leyenda. Crecí jugando en el patio gritando “Kobe” cada vez que alguien se cascaba un tiro.

Ojalá todos me odiaran como yo odiaba a Kobe Bryant. No había odio más respetuoso que el que le profesaba. Lo odiaba porque era él lo que quería. Porque para ganar tanto y querer ganar siempre, hay quiénes te tienen que odiar. Un odio dulce, casi tramposo.

Cuando muere alguien que te ha acompañado toda una vida sin haberlo conocido jamás se te queda un extraño vacío. Es una sensación a abandono prematuro, a algo que se rompe sin haberlo tocado nunca.

Kobe desde que se retiró en 2016 siguió amando el baloncesto, pero de forma diferente. Sus músculos relajados, sonriente, desde lejos aunque de cerca. Su hija también fallecida, Gigi Bryant, pintaba a futura jugadora de la WNBA. Trasladó su pasión, el motor de su vida, a sus hijas. Y cuando le preguntaban si no quería haber tenido a un niño por mantener el legado, Gigi se encargaba de hacerles saber a todos que con ella sería suficiente. Mambacita. La versión del Kobe padre, del Kobe mentor, del Kobe amigo, del Kobe relajado, ha hecho si cabe más difícil de digerir esta noticia. Porque el mito se humanizó. Todos nos pudimos sentir reflejados en él alguna vez.

No hay nada que sea más revelador que su mirada felina, profunda, marcada.

Se apagan los focos de forma prematura, se acaba la función antes de tiempo. Mamba’s Out.

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Albert Blaya Sensat
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Written by Albert Blaya Sensat

Periodista. Escribo para sobrevivir. Un poco de todo. Fútbol y lo que se de.

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