Una mañana en el chino

Albert Blaya Sensat
4 min readMay 5, 2021

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La tienda de Luis es un punto de venta y consumo de drogas, pero también una tienda de reparación de bicicletas

―El dinero de la droga no se paga, eso es lo que tienes que entender ―Luis sostiene un billete de 50 euros muy arrugado, tan sucio que parece a punto de claudicar. El paquistaní está quieto, escrutando el billete mientras sostiene un patinete eléctrico que está lejos de ser de última generación―. Haz lo que quieras con él, ayuda a los demás si quieres.

―Pero es falso, yo no quiero.

―Pues tíralo, haz lo que quieras, pero no me marees más.

Luis es toxicómano. Lleva muchos, demasiados años, en un mundo que le consume. Pero su aspecto es de niño, conserva unas facciones redondas y suaves, como si la heroína le hubiese congelado el ADN. Sus ojos son pequeños, vidriosos, y tiene una voz amable. Si Luis me dijera algo, sin duda le creería, no dudaría en apretarle la mano callosa. Posee aquel tono que tienen las personas que merecen confianza.

Es un pequeñísimo espacio en el Carrer d’En Robador, el último reducto del barrio chino en pleno Raval. Se trata de una tienda de reparación y venta de bicicletas viejas. No hay cartel que identifique la tienda, pero todo el mundo en el barrio la conoce como el taller de Luis. El que lo arregla todo. Las bicicletas están por todas partes. En las paredes, por el suelo, amontonadas en las esquinas. También hay una ingente cantidad de objetos variopintos que parecen piezas de bicicleta, unas que mi ojo no reconoce. Todo en este sitio parece asfixiarse, fundiéndose con los últimos rescoldos del chino en una mueca cruel y grotesca. La arquitectura de lo cutre, de lo abandonado, de lo ya olvidado. Luis parece ser parte de ese paisaje, con sus movimientos acompasados, espesos, congelados.

Las cicatrices son verdaderamente visibles. En la ingle, una de unos 15 centímetros, todo repleto de puntos y enrojecido. No pinta muy bien. En su brazo otra. De tanto pincharse caballo a Luis le reventó la vena del brazo y tuvieron que hacerle un bypass cortándole un trozo de vena en la pierna para ponérsela en el brazo. Luis me mira, medio sonriente, ojos aliñados con algo que se parece mucho a la nostalgia y me pide que le toque el brazo. Es rocoso, parece la piel de un réptil. La retiro rápidamente mientras Luis me pide que cierre la puerta. No, no me importa, digo. Qué iba a hacer. La puerta es estrecha y no cierra bien. Entra olor a especies y un fuerte a hedor inidentificable.

―Joder, qué calor. Estoy chorreando. Uffff. Me pongo esta ―Sergio se pone una camiseta con el logo de Superman. Le va muy estrecha. Tiene el cabello gris plateado peinado hacia atrás, la cara angulosa. Se mueve sin parar―. ¡Mira, Super Sergio! Ja, ja , ja. Joder, qué chula.

―Eh, ¿queréis verlo? ― Luis sostiene en su mano una bolsita con caballo. Contesto que sí, en realidad me da igual. Estoy allí contemplando a dos toxicómanos en un taller oscuro y sucio. Es el morbo lo que noto en la piel, aunque quiera negarlo. Por supuesto, Luis, contesto.

Sobre una caja de cartón Luis coloca la heroína. Es blanquísima. Es buena, me dice. La gente que la prueba así lo afirma. Es dignidad lo que transmite Luis allí sentado, pinchándose. Un acto de tranquila neutralidad. Sergio, sentado en una caja en el fondo, hace lo propio con los ojos fijos en un cristo que cuelga en una de las paredes agrietadas. Para ellos pincharse no es más que la normalidad. Qué curioso que nos separe tanto de una palabra, que la misma signifique realidades tan distintas.

Brota un leve hilillo de sangre del antebrazo derecho. Apenas perceptible. Me pregunto cómo puede sangrar aquel cuerpo reventado, con parches, puntos, todo encontrándose en una arquitectura de lo macabro, de lo residual. El cuerpo de Luis es solo un pequeño rescoldo de lo que era. La puerta se abre. PRAC. Un golpe seco que la hace rebotar con la pared. Asoma una cabeza que inunda el antro de una luz pálida, pero dura. Las paredes cobran una dimensión distinta. La mierda que había pasado inadvertida en la opacidad de aquella tienda de repente hace acto de presencia, mostrando una virulencia que no había detectado. El rostro no se distingue a contraluz, pero habla.

―Oye, ¿luego tienes algo de eso?

―Claro, pero pásate a las cinco, que estaré listo― Luis habla sentado en un pequeño montículo de cacharra con la jeringuilla en una mano. Una pequeña erupción empieza a asomar en su brazo derecho ―. Cierra la puerta, por favor.

La oscuridad vuelve a consumir la tienda de Luis. Salgo pasando por esa portezuela que no separa más que lo invisible de lo visible. Porque en la calle Robadors, como me dice Luis, nada ha cambiado a pesar de que ya nada es igual.

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Albert Blaya Sensat

Periodista. Escribo para sobrevivir. Un poco de todo. Fútbol y lo que se de.